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miércoles, 16 de marzo de 2011

Para empezar: un escritor que lee

"Quizá no hay días de nuestra infancia tan plenamente vividos como los que hemos creído dejar sin vivirlos, los que pasamos con un libro preferido. Todo lo que, al parecer, nos llenaba para los demás, y que nosotros rechazábamos como un obstáculo vulgar para un placer divino: el juego para el que un amigo venía a buscarnos en el pasaje más interesante, la abeja o el rayo de sol inoportunos que nos obligan a levantar de la página los ojos o a cambiar de sitio, las provisiones para la merienda que nos habían traído y que dejábamos al lado nuestro en el banco, sin tomarlas, mientras, sobre nuestra cabeza, disminuía la fuerza del sol en el cielo azul; la cena para la que había que volver a casa y durante la cual no pensábamos más que en subir a terminar enseguida el capítulo interrumpido; todo esto en lo que la lectura hubiera debido impedirnos ver otra cosa que la importunidad grababa, por el contrario, en nosotros un recuerdo tan dulce (mucho más preciado a nuestro juicio actual que lo que entonces leíamos con amor) que, si hoy se nos ocurre todavía hojear esos libros de antaño, lo hacemos sólo por ser los únicos calendarios que hemos conservado de los días que fueron, y con la esperanza de ver reflejados en sus páginas las moradas y los estanques que ya no existen."

Marcel Proust

Extraído de Proust, Marcel; "Parodias y miscelánea - Jornadas de lectura" en Obras completas III, Barcelona, Ed. Aguilar, 2004 (p 716)

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